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jueves, 31 de enero de 2013

Cómo debería ser el sistema educativo (2): la calidad y la meritocracia

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Hoy tratamos un tema que ha sido y será la bandera de todos los gobiernos: la calidad de la educación. Efectivamente, resulta imposible que exista una administración educativa que no diga que persigue como objetivo fundamental del sistema su calidad. No existe ministerio ni consejería que no proclame su lucha incansable por ese objetivo irrenunciable. Y sin embargo, como todos sabemos, los índices objetivos de la calidad de nuestro sistema han ido cayendo progresivamente. Y la tendencia no parece que se esté invirtiendo en estos momentos. Así pues, convendremos en que la calidad ha sido, es y probablemente será una simple declaración de intenciones a la que nos tiene acostumbrados la casta política, palabras vacías, un brindis al sol en el que se nos trata como estúpidos.


No hay camino a ninguna parte, no hay meta final ni objetivo humano que se consiga sin unos medios materiales, un plan que demuestre su eficacia en la práctica y un sistema de evaluación que certifique de forma objetiva que el objetivo inicial se consiguió. Todo lo demás (o lo de menos, será mejor decir en este caso) es mera palabrería en el peor sentido de la palabra. En este sentido, la actitud de los políticos sobre este tema (como en tantos otros) sólo puede ser entendida desde dos puntos de vista: o nuestros políticos son muy ingenuos o nos están tomando el pelo a todos.


Lo primero será, por tanto, definir qué es la calidad educativa. Esto es opinable, desde luego. En mi opinión, un sistema educativo demuestra su calidad si cumple las siguientes funciones:


  1. Garantizar una formación mínima que facilite la inserción social de todos los ciudadanos.
  2. Garantizar una formación de calidad para quienes deseen formarse.
  3. Garantizar que las posiciones sociales más relevantes se reserven a los estudiantes mejor preparados.
  4. Garantizar la validez y prestigio social de las titulaciones expedidas por el sistema.


La cuestión, una vez acordados los objetivos de calidad del sistema, es ver cómo somos capaces de conseguir los mismos. Es decir, ¿cómo garantizamos que esos cuatro objetivos que nos hemos fijado se puedan llevar a la práctica?


En efecto, nuestra definición de calidad bascula esencialmente en torno al concepto del mérito y no de la universalidad. Este es, en nuestra opinión, lo que ha hecho que el sistema educativo se haya empobrecido tanto en las últimas décadas, para mejor decir, desde que se implantó la LOGSE. Fue precisamente esta ley la que se planteaba como objetivo la comprehensividad y la universalización de la educación secundaria. Veinte años después, podemos decir que efectivamente se han obtenido esos dos objetivos, pero a costa de la caída evidente de la calidad del sistema. ¿Cuánto vale hoy un título de Bachillerato? ¿Garantiza su posesión unos conocimientos y una formación de calidad que prepare para la universidad? Cuando vemos que en las escuelas de ingeniería y en otras facultades dan cursos de adaptación a los estudiantes de bachillerato recién ingresados ocurre como en las películas de jucios americanas. No hay más preguntas, señor juez.


La calidad se consigue por medio de la meritocracia; es decir, de un sistema que garantice que los mejores alcanzan las mejores posiciones. La meritocracia es, en la práctica,un sistema de premios y castigos, un sistema de esclusas que permita el paso de los mejores e impida el de los peores. No hay otra forma de conseguir la calidad. En realidad luchamos contra el igualitarismo, ideología nociva para el propio desarrollo social y que, bajo su apariencia progresista es, en el fondo, profundamente reaccionaria, como intentaremos demostrar a continuación.


La calidad se consigue en una clase en función del nivel medio que muestran sus alumnos. Si hay muchos alumnos en Matemáticas, por ejemplo, que tienen problemas con las fracciones, el profesor tenderá por lógica a intentar ayudar a la mayoría con lo que los alumnos que ya dominan este tema estarán siendo desatendidos. Todos hemos oído hablar de la atención a la diversidad, pero en la práctica sabemos que esto es imposible pues cuanta mayor diversidad haya en la clase más dificultoso e individualizado deberá ser el discurso del profesor y su práctica hasta hacerlos absolutamente imposibles. Este es el drama al que conduce la universalidad absoluta. La mayor prueba de que esto es así la tenemos en la LOGSE, sistema que todos hemos sufrido o sufrimos y que como sabemos, por lógica, tiende a igualar por la base, por debajo.


La diferenciación social en función de la capacidad intelectual tiene muchos y furiosos detractores. Sin embargo, en otros órdenes de la vida social, se acepta y hasta se alienta sin reparo. Por ejemplo, parece lógico que la calidad de un equipo de fútbol, de natación o de atletismo se mida por el mérito deportivo que muestren sus integrantes. Los atletas deben superar una marca objetiva para ir a los Juegos Olímpicos. También vemos lógico que un vino o un diamante obtengan su calificación de calidad diferenciándose entre muchos otros similares por su calidad superior. Si todos los vinos fueran riojas, desaparecería el rioja. En realidad, la desigualdad y la diferenciación está en la esencia de la vida humana. Nadie quiere emparejarse y casarse con cualquiera. En fin, esto me parece de una evidencia palmaria. De igual forma, cuando vamos al médico, cuando nuestra vida está en juego, queremos que este profesional sea el mejor y que los aviones en los que viajemos demuestren unos niveles de seguridad máximos. Pues bien, la mejor y más justa manera de que una sociedad produzca los mejores médicos y los mejores aviones es que exista para todos sus integrantse el derecho de acceso a estas profesiones y que se dé una dura competencia que permita distinguir a los mejores. Y es precisamente de eso de lo que se debe encargar el sistema educativo.


Y como se consigue es realizando pruebas que obliguen a los mejores a dar lo mejor de sí e impidan a los mediocres acceder a esas posiciones. Eso es la meritocracia.


Esto, volviendo al tema que dejamos antes sin concluir, es en realidad una garantía de progreso social. Si no existen esos filtros, si todos pueden ser ingenieros o médicos, ¿de qué forma se diferenciarán los mejores? Es sencillo, las empresas ya no solo pedirán el título (que todos tendrán) sino que exigirán muchos más requisitos (idiomas, etc.) o simplemente un enchufe. Y eso sí será una discriminación social porque a ese segundo filtro solo se accederá por razones sociales. Tanto tienes, tanto vales. Si ya la sociedad es desigual en su origen, hagamos un sistema educativo que premie a los mejores independientemente de su clase social. Si no lo hacemos, si el sistema deja pasar a todos, también pasan todos (y mucho más holgadamente) entre las capas altas con lo que la desigualdad no se corrige sino que se aumenta. Y además, se acaba produciendo una desmoralización entre los más humildes que acaban comprobando que su título (y por tanto, el estudio) no vale para nada.
Porque al fin y al cabo, el valor de un título, como es lógico, es inversamente proporcional al número de personas que lo obtienen.


Si se busca la calidad realmente, se trata por tanto, de invertir lo que hemos hecho en los últimos veinte años, instaurando un sistema que diferencie objetivamente a los mejores para que ellos a su vez devuelvan luego a la sociedad el esfuerzo que ésta hizo por ellos.

jueves, 17 de enero de 2013

Las interinidades y la Comunidad de Madrid

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La Comunidad de Madrid ha adoptado una importante decisión de cara a las próximas oposiciones. Consiste ésta en primar en ellas la nota obtenida en el examen por encima de la antigüedad laboral. Según reza el borrador (decreto) aprobado por el ejecutivo madrileño en las próximas oposiciones, la nota del ejercicio se valorará en 8 puntos, la antigüedad en 1 punto y la realización de cursos y otros méritos también se valorará en un punto.
En mi humilde opinión esa medida es acertada. Es más, creo que la antigüedad no debería ser tenida en cuenta como un mérito para aprobar las oposiciones.
Tradicionalmente, los sindicatos han estado a favor de blindar los derechos de los interinos equiparándolos a los de los propios funcionarios. Incluso, los tribunales españoles les han dado la razón atendiendo al criterio de igualdad y así, los interinos disfrutan de trienios y de otros beneficios como si fueran funcionarios de carrera.
Independientemente de cuáles sean las decisiones de los tribunales, a mí esto me parece un contrasentido. La propia noción de interinidad tiene que ver con la provisionalidad de su puesto con lo que bajo ningún concepto un interino puede equipararse a un funcionario. El funcionario ocupa una plaza que ha conquistado (se supone) por méritos propios. Ya sabemos que no siempre esto es así en todos los casos y de ello hablaremos en otras entradas de este blog. Pero lo que es evidente es que el funcionario ha conquistado una plaza y el interino, no. Por tanto, no puede tener los mismos derechos que un funcionario. Esto me parece tan evidente que no merece más argumentos.
A menudo, los sindicatos y algunas asociaciones de interinos aducen la experiencia como un factor decisivo en el desempeño de nuestra tarea. Eso tiene una parte de lógica, pero no es la cuestión decisiva. Dar clase no es lo mismo que coger aceitunas o algodón, dicho esto con todos los respetos para quienes se dedican a estos nobles menesteres. Incluso en actividades sin cualificar (en la agricultura o la albañilería) hay elementos que son más importantes que la experiencia o la antigüedad al ocupar un puesto.
De hecho, deberíamos comenzar por diferenciar experiencia de antigüedad. La antigüedad es el número de cursos que alguien lleva dando clase. Eso es cuantificable Sin embargo, la experiencia no siempre se corresponde con la antigüedad. Es decir, hay personas que son capaces de extraer lecciones de la experiencia en mucho menos tiempo que otras. Luego la experiencia es un elemento que tiene que ver con la capacidad de análisis y la inteligencia de cada persona.
Así mismo, los años de interinidad que se aducen como mérito podrían desde otro punto de vista (y según en qué casos) interpretarse como un demérito. Pensemos en un profesor que entró como interino, por ejemplo en 1996 y que desde entonces hasta ahora (casi veinte años después) ha sido incapaz (después de convocatorias masivas y muy favorables como las de los años 2008 y 2010) de obtener la plaza. ¿Es eso un mérito? Peor sería que el interino en cuestión hubiese accedido al sistema de interinidades con anterioridad a 1990 pues como sabemos de 1990 a 1993 hubo otro coladero por el que se “regularizó” la situación de miles de interinos con una simple encerrona. Quienes vivimos (sufrimos será mejor decir) aquello sabemos de qué estamos hablando. Concluiremos entonces que lo que se aduce como un mérito es, en muchas ocasiones, un demérito.
Por otro lado, lo más importante de un profesor es el dominio de los conocimientos que tiene que enseñar y su capacidad para hacérselos comprender a los alumnos. Y eso tiene que ver con su inteligencia, su memoria y su capacidad de expresión oral y escrita. Todas estas capacidades son medibles en una oposición que sea digna de tal nombre. Porque independientemente de que en la actualidad dispongamos de pizarras digitales, libros de textos, internet, etc, al final, el alumno necesitará una explicación, sea esta en gran grupo o individualizada y quien no tenga esto, aunque lleve en las aulas años y años no debe estar por delante de quienes demuestren esos conocimientos y esa capacidad de exposición oral. Esto me parece tan evidente que tampoco merece más argumentación.
Por tanto, parece lógico que, como ha hecho la comunidad madrileña, sean la capacidad (la nota en la oposición) lo que dictamine el acceso al cuerpo y no los años de antigüedad como interino.
El sistema educativo ha de ser por naturaleza meritocrático. Los mejores deben ser quienes ocupen los mejores puestos. Cuando vamos a un médico, esperamos que sea el mejor y no su antigüedad en el Insalud. Es más, siguiendo el mismo paralelismo, todos sabemos que por norma general los médicos que accedieron a su especialidad por el sistema MIR, vigente desde 1978, son mejores y están más cualificados que los anteriores, que se especializaban de forma burocrática. El sistema de acceso que está proyectando el Gobierno debería caminar hacia un sistema absolutamente meritocrático y objetivo parecido al de los médicos, donde la subjetividad y el enchufismo estén absolutamente desterrados por ser imposibles. Eso es lo mejor para la sociedad, para nuestros alumnos y para los profesores dignos de tal nombre.

jueves, 10 de enero de 2013

Nuestro sistema (I): Un sistema educativo público.


En nuestra opinión el sistema educativo debe ser público. El Estado debe garantizar el derecho de los jóvenes a formarse para convertirse en ciudadanos. Este sistema público garantiza la igualdad de oportunidades permitiendo la imprescindible permeabilidad social de forma que alumnos de las capas humildes puedan, mediante su talento y esfuerzo, alcanzar posiciones sociales más elevadas. Esto no es sólo un deseo más o menos filantrópico, sino que consideramos que esto es un bien social pues permitirá que los mejores, y no los más pudientes, puedan alcanzar posiciones decisivas en la sociedad contribuyendo así a la mejora del propio sistema.


Si la educación fuera privada y no existieran centros públicos, la sociedad estaría delegando una de las funciones sociales más importantes, decisiva como sabemos, en entidades religiosas, políticas o económicas cuya finalidad central no es solamente la formación aséptica de ciudadanos de pleno derecho, sino la formación moral desde sus valores religiosos o políticos propios cuando no el puro beneficio económico.


En este sentido, creemos que el derecho a la educación debe ser sostenido y ejercido básicamente por el Estado de la misma forma que es el Ejército y las fuerzas de seguridad del Estado y no las empresas privadas de seguridad quienes tienen la obligación de velar por la defensa e integridad de la nación y sus ciudadanos.


Por otro lado, el Estado debe velar por la educación pública de forma que todo español conozca y domine en su caso una serie de destrezas, competencias y conocimientos que le permitan ser un individuo de provecho y colaborar en la empresa social común.


Finalmente, la educación pública sirve para garantizar efectivamente la igualdad de derechos y oportunidades de todos los ciudadanos de España. Es decir, en nuestra concepción, que iremos desarrollando en sucesivas entregas, la educación pública debe ser igual en todos los centros del Estado independientemente de la autonomía o barrio en el que estos se ubiquen. Ni las diferencias sociales ni los proyectos separatistas deben limitar el derecho inalienable a la igualdad de todos los ciudadanos de una nación; en este caso de los españoles.


Esto no quiere decir que se prohíba el derecho de quienes así lo deseen a crear, mantener o educarse en centros privados orientados por principio religiosos y/o morales de diferente tipo; sino que el Estado debe centrar su esfuerzo básicamente en el sostenimiento de una red de enseñanza pública de calidad para todos.


Por tanto, en nuestra opinión, los centros privados deben existir si así lo desean libremente quienes los creen y sufraguen, pero no ser sostenidos con fondos públicos. El dinero de los contribuyentes debe ser dirigido por la sociedad hacia el sostenimiento de los centros públicos única y exclusivamente.


A esto podremos oponer, por lógica, la situación actual de España, donde como sabemos, desde tiempos inmemoriales, instituciones privadas de todo tipo (fundamentalmente religiosas pero también de carácter liberal como la ILE y los centros que de alguna manera han desarrollado su herencia) han creado y ofertado a la sociedad centros educativos privados. Es un error en este sentido centrar la mira en la Iglesia católica. También, aunque en menor medida, desde posiciones laicas y liberales, cuando no abiertamente izquierdistas, se han creado colegios privados. Ante esta gran cantidad de alumnos que acuden a la privada, ¿cómo afectaría esta medida al sistema?


Ante esto hay que contestar varias cuestiones.


En primer lugar, que lo que estamos planteando es un proyecto ideal de sistema educativo. En sucesivas entregas se darán casos similares y también intentaremos explicar que es lo que consideramos correcto de forma ideal para luego acercarnos con propuestas reales a ese deseo ideal.


En segundo lugar, conviene recordar que en España ya hay hoy una red sólida de centros privados que se sostienen única y exclusivamente con las aportaciones de sus clientes. Luego lo que planteamos no es algo desconocido. Planteamos, eso sí, el fin de los conciertos.


Efectivamente, esto supondría una gran pérdida de alumnos cuyos padres no podrían o no querrían costear las cuotas que, sin oxígeno público, aumentarían de forma decisiva pues recordemos que es el Estado quien paga a esos profesores. Eso conllevaría a su vez el despido de miles de profesores. Esto debería ser tratado (como ocurrió en el pasado) con medidas que favoreciesen su incorporación a la enseñanza pública en el concurso-oposición.


Pero tendría enormes ventajas para los centros públicos pues estos recibirían a decenas de alumnos que sí quieren estudiar y que esperan del sistema educativo sea una palanca para su progreso social. La huida de alumnos al sistema concertado no ha sido consecuencia de su mayor calidad educativa sino la forma más sencilla y barata que han encontrado los padres de evitar que sus hijos tuviesen que compartir aula y costumbres con alumnos de comportamiento antisocial. La incapacidad del Estado para garantizar la disciplina y el orden en las clases es quien ha determinado la huida de estos alumnos. Así pues, una vez producida esta reabsorción de alumnos sería función del Estado velar porque ese derecho a la educación se produjera de forma efectiva. Esto quiere decir que es preciso hablar de disciplina. Y a eso consagraremos nuestra pŕoxima entrada.

¿Cómo debería ser el sistema educativo?


Como sabemos, en las dos últimas décadas España cambió de forma radical su sistema educativo. Se pasó del sistema del BUP y la FP al sistema LOGSE. Esta reforma sigue en vigor en sus elementos esenciales a pesar de los sucesivos cambios legislativos (más o menos cosméticos) que los sucesivos gobiernos del PSOE o el PP le han dado. Lo cierto es que las líneas generales de la reforma han seguido estables a pesar de los vaivenes políticos. Así, el sistema de conciertos con los centros privados, la división en dos etapas a partir de los doce años, la escolarización obligatoria hasta los 16 años, la posibilidad de que las autonomías concreten sus currículos, la optatividad y, sobre todo, la comprehensividad y la promoción por imperativo legal con las consecuencias que esta ha tenido, siguen siendo los puntales del sistema.
Lo cierto es que, a pesar de que se dice que han cambiado mucho las leyes, la realidad es que esto es aplicable fundamentalmente a los currículos. En los aspectos de organización de las enseñanzas, de disciplina o de las cosas se han mantenido bastante estables.


Esos elementos no han cambiado en los últimos veinte años y creemos que varias de estas cuestiones deberían ser revisadas a fondo y no de forma parcial. Se trata por tanto de plantear una enmienda a la totalidad que muestre cuál es nuestro sistema educativo actual.


Lógicamente, este es un tema global que va a conllevar la elaboración de una serie de artículos que iremos intercalando en el blog entre otros monográficos dedicados a otros temas.


Hecho este preámbulo, pasamos a plantear ya hoy algunas ideas básicas del que sería nuestro sistema educativo: