Hoy
tratamos un tema que ha sido y será la bandera de todos los
gobiernos: la calidad de la educación. Efectivamente, resulta
imposible que exista una administración educativa que no diga que
persigue como objetivo fundamental del sistema su calidad. No existe
ministerio ni consejería que no proclame su lucha incansable por ese
objetivo irrenunciable. Y sin embargo, como todos sabemos, los
índices objetivos de la calidad de nuestro sistema han ido cayendo
progresivamente. Y la tendencia no parece que se esté invirtiendo en
estos momentos. Así pues, convendremos en que la calidad ha sido, es
y probablemente será una simple declaración de intenciones a la que
nos tiene acostumbrados la casta política, palabras vacías, un
brindis al sol en el que se nos trata como estúpidos.
No
hay camino a ninguna parte, no hay meta final ni objetivo humano que
se consiga sin unos medios materiales, un plan que demuestre su
eficacia en la práctica y un sistema de evaluación que certifique
de forma objetiva que el objetivo inicial se consiguió. Todo lo
demás (o lo de menos, será mejor decir en este caso) es mera
palabrería en el peor sentido de la palabra. En este sentido, la
actitud de los políticos sobre este tema (como en tantos otros) sólo
puede ser entendida desde dos puntos de vista: o nuestros políticos
son muy ingenuos o nos están tomando el pelo a todos.
Lo
primero será, por tanto, definir qué es la calidad educativa. Esto
es opinable, desde luego. En mi opinión, un sistema educativo
demuestra su calidad si cumple las siguientes funciones:
- Garantizar una formación mínima que facilite la inserción social de todos los ciudadanos.
- Garantizar una formación de calidad para quienes deseen formarse.
- Garantizar que las posiciones sociales más relevantes se reserven a los estudiantes mejor preparados.
- Garantizar la validez y prestigio social de las titulaciones expedidas por el sistema.
La
cuestión, una vez acordados los objetivos de calidad del sistema, es
ver cómo somos capaces de conseguir los mismos. Es decir, ¿cómo
garantizamos que esos cuatro objetivos que nos hemos fijado se puedan
llevar a la práctica?
En
efecto, nuestra definición de calidad bascula esencialmente en torno
al concepto del mérito y no de la universalidad. Este es, en nuestra
opinión, lo que ha hecho que el sistema educativo se haya
empobrecido tanto en las últimas décadas, para mejor decir, desde
que se implantó la LOGSE. Fue precisamente esta ley la que se
planteaba como objetivo la comprehensividad y la universalización de
la educación secundaria. Veinte años después, podemos decir que
efectivamente se han obtenido esos dos objetivos, pero a costa de la
caída evidente de la calidad del sistema. ¿Cuánto vale hoy un
título de Bachillerato? ¿Garantiza su posesión unos conocimientos
y una formación de calidad que prepare para la universidad? Cuando
vemos que en las escuelas de ingeniería y en otras facultades dan
cursos de adaptación a los estudiantes de bachillerato recién
ingresados ocurre como en las películas de jucios americanas. No hay
más preguntas, señor juez.
La
calidad se consigue por medio de la meritocracia; es decir, de un
sistema que garantice que los mejores alcanzan las mejores
posiciones. La meritocracia es, en la práctica,un sistema de premios
y castigos, un sistema de esclusas que permita el paso de los mejores
e impida el de los peores. No hay otra forma de conseguir la calidad.
En realidad luchamos contra el igualitarismo, ideología nociva para
el propio desarrollo social y que, bajo su apariencia progresista es,
en el fondo, profundamente reaccionaria, como intentaremos demostrar
a continuación.
La
calidad se consigue en una clase en función del nivel medio que
muestran sus alumnos. Si hay muchos alumnos en Matemáticas, por
ejemplo, que tienen problemas con las fracciones, el profesor
tenderá por lógica a intentar ayudar a la mayoría con lo que los
alumnos que ya dominan este tema estarán siendo desatendidos. Todos
hemos oído hablar de la atención a la diversidad, pero en la
práctica sabemos que esto es imposible pues cuanta mayor diversidad
haya en la clase más dificultoso e individualizado deberá ser el
discurso del profesor y su práctica hasta hacerlos absolutamente
imposibles. Este es el drama al que conduce la universalidad
absoluta. La mayor prueba de que esto es así la tenemos en la LOGSE, sistema que todos hemos sufrido o sufrimos y que como sabemos, por lógica,
tiende a igualar por la base, por debajo.
La
diferenciación social en función de la capacidad intelectual tiene
muchos y furiosos detractores. Sin embargo, en otros órdenes de la
vida social, se acepta y hasta se alienta sin reparo. Por ejemplo,
parece lógico que la calidad de un equipo de fútbol, de natación o
de atletismo se mida por el mérito deportivo que muestren sus
integrantes. Los atletas deben superar una marca objetiva para ir a
los Juegos Olímpicos. También vemos lógico que un vino o un
diamante obtengan su calificación de calidad diferenciándose entre
muchos otros similares por su calidad superior. Si todos los vinos fueran riojas, desaparecería el rioja. En realidad, la desigualdad y la
diferenciación está en la esencia de la vida humana. Nadie quiere
emparejarse y casarse con cualquiera. En fin, esto me parece de una evidencia
palmaria. De igual forma, cuando vamos al médico, cuando nuestra
vida está en juego, queremos que este profesional sea el mejor y que
los aviones en los que viajemos demuestren unos niveles de seguridad
máximos. Pues bien, la mejor y más justa manera de que una sociedad
produzca los mejores médicos y los mejores aviones es que exista
para todos sus integrantse el derecho de acceso a estas profesiones y
que se dé una dura competencia que permita distinguir a los mejores.
Y es precisamente de eso de lo que se debe encargar el sistema
educativo.
Y
como se consigue es realizando pruebas que obliguen a los mejores a
dar lo mejor de sí e impidan a los mediocres acceder a esas
posiciones. Eso es la meritocracia.
Esto,
volviendo al tema que dejamos antes sin concluir, es en realidad una
garantía de progreso social. Si no existen esos filtros, si todos
pueden ser ingenieros o médicos, ¿de qué forma se diferenciarán
los mejores? Es sencillo, las empresas ya no solo pedirán el título
(que todos tendrán) sino que exigirán muchos más requisitos
(idiomas, etc.) o simplemente un enchufe. Y eso sí será una
discriminación social porque a ese segundo filtro solo se accederá
por razones sociales. Tanto tienes, tanto vales. Si ya la sociedad es
desigual en su origen, hagamos un sistema educativo que premie a los
mejores independientemente de su clase social. Si no lo hacemos, si
el sistema deja pasar a todos, también pasan todos (y mucho más
holgadamente) entre las capas altas con lo que la desigualdad no se
corrige sino que se aumenta. Y además, se acaba produciendo una
desmoralización entre los más humildes que acaban comprobando que
su título (y por tanto, el estudio) no vale para nada.
Porque
al fin y al cabo, el valor de un título, como es lógico, es
inversamente proporcional al número de personas que lo obtienen.
Si
se busca la calidad realmente, se trata por tanto, de invertir lo que
hemos hecho en los últimos veinte años, instaurando un sistema que
diferencie objetivamente a los mejores para que ellos a su vez
devuelvan luego a la sociedad el esfuerzo que ésta hizo por ellos.