Érase una vez una pandilla de simpáticos políticos y sindicalistas que quería ganar dinero sin trabajar. A uno de ellos (o a más de uno) se le ocurrió una gran idea: obligar a toda la población que necesitase trabajar (porque fueran parados u opositores, no políticos ni sindicalistas) a darle dinero que llegase directamente a sus cuentas corientes. De esta manera, además, conseguían el alto fin moral de que los más necesitados se sacrificasen por el bien de los más acomodados, lo que era una muestra evidente de humildad y compañerismo, valores gratos a izquierda y derecha.
El problema consistía en cómo hacer que los más necesitados aceptasen hacer ese sacrificio. La solución fue sencilla: el emperador decretó que sería imposible presentarse a oposiciones, cobrar subsidio de paro o incluso trabajar si no pagaban ese impuesto.
La cosa era disfrazar la extorsión de esa cosa suya dándose golpes en el pecho y diciendo que además lo hacían por el bien de los parados, los opositores y toda la sociedad. Y allí surgió el lince: los cursos de formación.
¿Y si hacemos cursos ficticios que no nos supongan gasto alguno en profesorado, que no tengan ningún rigor académico y que no sirvan para nada más que para cobrarlos?
Esos simpáticos mafiosos no estaban en Chicago, sino en los despacho de quienes mandan (todavía) en Andalucía. ¿Quiénes pensaron y quienes permitieron que en convocatorias de oposiciones se emplease como criterio la realización de centenares de esos cursos? ¿Quiénes fueron los favorecidos?
Y sobre todo ¿dónde está nuestro dinero?
Parece que la juez Alaya quiere profundizar en este delito. Bendita sea.
miércoles, 10 de septiembre de 2014
La juez Alaya, los cursos de formación y las oposiciones
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