Quizá haya habido en las últimas
semanas algunas personas que hayan visto esta serie como una forma de
atacar o zaherir a los productos de la LOGSE. Nada más lejos de la
realidad. Cada generación es siempre un grupo de niños, indefensos,
inermes, una población que despierta aterida y que se adapta de la
mejor manera posible a las circunstancias vitales que les rodean. Son
siempre los más débiles. No creo, por otra parte, que el ser humano
haya cambiado mucho desde la Antigüedad en lo que se refiere a sus
capacidades. No creo que Julio César fuera menos inteligente que
José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy Brey (que tampoco
queremos que se nos tache de partidismo en esto de la inteligencia
presidencial), que Newton fuera menos inteligente que Hawking o que
Cervantes fuera menos inteligente que García Márquez. Por otro
lado, una generación tampoco es homogénea. Es absurdo creer que
porque una persona ha nacido en 1950 o en 1981 tiene una serie de
rasgos idénticos a la media de su generación. Esto es una sandez.
Cada persona comparte con su generación un mismo espacio físico y
temporal, unas mismas experiencias. Y a partir de ahí, cada persona
es un mundo, un universo con sus propias capacidades y rasgos que la
hacen única e irrepetible.
Puestas así las cosas, habrá que
volver a la pregunta de salida y es ¿quiénes son las víctimas de
esta generación? Y la respuesta es ellos mismos porque ellos
mayoritariamente y como generación son pobres víctimas. Hay algunos
de estos jóvenes que han sido capaces de aprovechar esta coyuntura y
agarrar la liana que les sirviera para auparse en la selva de la
mediocridad; pero son la minoría. La mayoría se debate hoy entre el
subempleo, la emigración y el paro.
Analizaremos anteriores entradas cuáles
fueron las causas de que estas víctimas se produjeran. El
igualitarismo como ideología, probablemente una de las más
perversas del siglo XX, está en la raíz del problema. Y luego, la
demagogia de la partitocracia reinante condujeron a esta triste
situación.
Lo que se perdió en este camino fue la
búsqueda de la excelencia. Al obligar a convivir en la misma clase a
todo el espectro cognitivo e intelectual de una generación con la
pretensión de que todos aprobaran, fue necesario rebajar el nivel
mínimo de los exámenes o rebajar su importancia. Para que se
rebajase la importancia del nivel mínimo de los exámenes fue
necesario rebajar el nivel de conocimientos y habilidades impartidos
y para rebajar su importancia en la calificación fue necesario
dársela a otros elementos, esencialmente a la actitud obediente.
En este camino hacia la mediocridad
todos perdieron. Al estudiar menos cosas que en BUP, la media (no
todos, por supuesto) supo menos cosas de la que sabía alguien que
había estudiado BUP. Al obtener todos el título, los títulos
pasaron a no valer nada hasta el punto de que un grado universitario
en España es hoy, como sabemos, papel mojado. En este camino a la
mediocridad todos perdieron miles de horas, años. ¿Cuántas
personas hoy tienen dos titulaciones (ambas obtenidos con escaso
esfuerzo, eso sí) y hoy no les valen absolutamente de nada? ¿Cuántos
de ellos no trabajarán JAMÁS en su respectivos campos de estudio?
Seguramente alcance este porcentaje a más de la mitad de esta
generación. Si esto no es dilapidar las ilusiones de una generación,
si esto no es tirar al mar los miles de millones de euros que han
costado a la sociedad esos titulados, si eso no es un crimen contra
la nación entera...
Cuando se abandona la excelencia para
abrazar la mediocridad, todos pierden; pero quienes más pierden son,
indiscutiblemente, los que son excelentes. En este igualitarismo por
debajo pierden porque nadie les reconoce sus verdaderos méritos,
perdidos en el marasmo de una colectividad mediocre. Su 10 de la ESO
era de verdad, sí; pero rodeados de muchos otros 9 y 10 que eran de
regalo... Pierden porque tardan en destacar de entre sus semejantes
muchos años de universidad, años perdidos entre una multitud gris y
de escasa capacidad y exigencia. ¿Por qué una persona ha de esperar
hasta los 30 años para demostrar que es superior al resto de su
generación? ¿Por qué ha de pagar un máster para ello sin poder
alcanzar la formación de excelencia con apoyo nacional? ¿Por qué
no mostrar la superioridad intelectual desde los 18 o los 23 años?
¿Por qué perder toda esa energía? ¿Acaso no sería mucho mejor
que una persona ya comprendiera con veinte años que los puestos de
trabajo serán limitados y que al final, para triunfar, tendrá que
competir contra sus compañeros de generación porque no habrá
trabajo para todos? ¿Acaso no simplificaría eso la vida? ¿Acaso no
es más honrado y realista? ¿Acaso la gente no conocería con
prontitud en qué consiste el juego? ¿Acaso no sería más barato
para el Estado y menos costoso para los propios estudiantes?
Por lo que se refiere a la vida
concreta que nosotros conocemos mejor, las oposiciones, estas
preguntas se pueden concretar así. ¿Por qué titular a miles de
historiadores, biólogos o filólogos si luego las plazas de profesor
no van a llegar ni a centenares? Es obvio que la titulación entonces
sería más difícil de conseguir y el nivel de la universidad sería
infinitamente superior. Sería imposible que una persona acabase
Filología sin haber leído el Quijote. Y no sólo porque lo así lo
pedirían los profesores, sino porque un alumnado de estas
características y exigido desde su infancia lo haría motu proprio
por puro placer y ansias de conocimiento.
Pero no se eligió ese camino, sino el
de la mediocridad y la bruma. Una bruma, que cuando se ha despejado,
ha dejado ante todos el paisaje después de una batalla.
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