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jueves, 25 de abril de 2013

¿Quiénes son las víctimas de la generación mejor preparada de la historia? (3)


Quizá haya habido en las últimas semanas algunas personas que hayan visto esta serie como una forma de atacar o zaherir a los productos de la LOGSE. Nada más lejos de la realidad. Cada generación es siempre un grupo de niños, indefensos, inermes, una población que despierta aterida y que se adapta de la mejor manera posible a las circunstancias vitales que les rodean. Son siempre los más débiles. No creo, por otra parte, que el ser humano haya cambiado mucho desde la Antigüedad en lo que se refiere a sus capacidades. No creo que Julio César fuera menos inteligente que José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy Brey (que tampoco queremos que se nos tache de partidismo en esto de la inteligencia presidencial), que Newton fuera menos inteligente que Hawking o que Cervantes fuera menos inteligente que García Márquez. Por otro lado, una generación tampoco es homogénea. Es absurdo creer que porque una persona ha nacido en 1950 o en 1981 tiene una serie de rasgos idénticos a la media de su generación. Esto es una sandez. Cada persona comparte con su generación un mismo espacio físico y temporal, unas mismas experiencias. Y a partir de ahí, cada persona es un mundo, un universo con sus propias capacidades y rasgos que la hacen única e irrepetible.

 

Puestas así las cosas, habrá que volver a la pregunta de salida y es ¿quiénes son las víctimas de esta generación? Y la respuesta es ellos mismos porque ellos mayoritariamente y como generación son pobres víctimas. Hay algunos de estos jóvenes que han sido capaces de aprovechar esta coyuntura y agarrar la liana que les sirviera para auparse en la selva de la mediocridad; pero son la minoría. La mayoría se debate hoy entre el subempleo, la emigración y el paro.

Analizaremos anteriores entradas cuáles fueron las causas de que estas víctimas se produjeran. El igualitarismo como ideología, probablemente una de las más perversas del siglo XX, está en la raíz del problema. Y luego, la demagogia de la partitocracia reinante condujeron a esta triste situación.

Lo que se perdió en este camino fue la búsqueda de la excelencia. Al obligar a convivir en la misma clase a todo el espectro cognitivo e intelectual de una generación con la pretensión de que todos aprobaran, fue necesario rebajar el nivel mínimo de los exámenes o rebajar su importancia. Para que se rebajase la importancia del nivel mínimo de los exámenes fue necesario rebajar el nivel de conocimientos y habilidades impartidos y para rebajar su importancia en la calificación fue necesario dársela a otros elementos, esencialmente a la actitud obediente.

En este camino hacia la mediocridad todos perdieron. Al estudiar menos cosas que en BUP, la media (no todos, por supuesto) supo menos cosas de la que sabía alguien que había estudiado BUP. Al obtener todos el título, los títulos pasaron a no valer nada hasta el punto de que un grado universitario en España es hoy, como sabemos, papel mojado. En este camino a la mediocridad todos perdieron miles de horas, años. ¿Cuántas personas hoy tienen dos titulaciones (ambas obtenidos con escaso esfuerzo, eso sí) y hoy no les valen absolutamente de nada? ¿Cuántos de ellos no trabajarán JAMÁS en su respectivos campos de estudio? Seguramente alcance este porcentaje a más de la mitad de esta generación. Si esto no es dilapidar las ilusiones de una generación, si esto no es tirar al mar los miles de millones de euros que han costado a la sociedad esos titulados, si eso no es un crimen contra la nación entera...

Cuando se abandona la excelencia para abrazar la mediocridad, todos pierden; pero quienes más pierden son, indiscutiblemente, los que son excelentes. En este igualitarismo por debajo pierden porque nadie les reconoce sus verdaderos méritos, perdidos en el marasmo de una colectividad mediocre. Su 10 de la ESO era de verdad, sí; pero rodeados de muchos otros 9 y 10 que eran de regalo... Pierden porque tardan en destacar de entre sus semejantes muchos años de universidad, años perdidos entre una multitud gris y de escasa capacidad y exigencia. ¿Por qué una persona ha de esperar hasta los 30 años para demostrar que es superior al resto de su generación? ¿Por qué ha de pagar un máster para ello sin poder alcanzar la formación de excelencia con apoyo nacional? ¿Por qué no mostrar la superioridad intelectual desde los 18 o los 23 años? ¿Por qué perder toda esa energía? ¿Acaso no sería mucho mejor que una persona ya comprendiera con veinte años que los puestos de trabajo serán limitados y que al final, para triunfar, tendrá que competir contra sus compañeros de generación porque no habrá trabajo para todos? ¿Acaso no simplificaría eso la vida? ¿Acaso no es más honrado y realista? ¿Acaso la gente no conocería con prontitud en qué consiste el juego? ¿Acaso no sería más barato para el Estado y menos costoso para los propios estudiantes?

Por lo que se refiere a la vida concreta que nosotros conocemos mejor, las oposiciones, estas preguntas se pueden concretar así. ¿Por qué titular a miles de historiadores, biólogos o filólogos si luego las plazas de profesor no van a llegar ni a centenares? Es obvio que la titulación entonces sería más difícil de conseguir y el nivel de la universidad sería infinitamente superior. Sería imposible que una persona acabase Filología sin haber leído el Quijote. Y no sólo porque lo así lo pedirían los profesores, sino porque un alumnado de estas características y exigido desde su infancia lo haría motu proprio por puro placer y ansias de conocimiento.

Pero no se eligió ese camino, sino el de la mediocridad y la bruma. Una bruma, que cuando se ha despejado, ha dejado ante todos el paisaje después de una batalla.

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